Por Nico Om
Son las 7 de la mañana y ya llevo más de 2 horas despierto. En mi mente ya está la figura de el Cerro La Virgen. Por culpa del desajuste horario que me dejó la pandemia, en el último tiempo me despierto casi todos los días en la madrugada, deseando que se acabe pronto la crisis, las cuarentenas, los horarios deportivos y el maldito toque de queda.
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Hoy estoy de paso por Talca, la ciudad donde nací. Desde aquí, uno de los pocos espacios «naturales» cercanos y de fácil acceso para la mayor parte de la gente es el Cerro La Virgen.
También conocido como «el cerro» por los talquinos, se trata de un pequeño monte que no supera los 250 metros de altura, aunque funciona perfecto como un mirador hacia la Cordillera de los Andes.










Allá, a lo lejos, se levanta un murallón azuloso y coronado de nieves blancas que pone fin al paisaje. Lo sostiene una nube gris de smog, típica de Talca, y una mezcla de colores de otoño que van tiñéndolo todo en estas fechas.
Desde aquí, cuando las condiciones atmosféricas lo permiten, puedo saludar a los dos guardianes de la región, el Descabezado Grande y el Cerro Azul, dos colosos de roca y hielo que se ubican uno al lado del otro, a casi 4.000 msnm, como si estuvieran sosteniendo el techo de la Región del Maule.
